Sus botas parecen hechas de luciérnagas. El piso sufre a su paso. A cada paso ella lo castiga, y con sus piernas ahusadas y eternas lanza rayos de luz. Cada brillante se prende en un momento diferente.
Charlotte Gainsbourg atraviesa con ritmo exacto, resuelta, los treinta metros de aquel túnel forrado con una alfombra roja del Hotel Excelsior en el Lido de Venecia. Aparece en una terraza llena de luz y de gente en smoking y vestido de gala.
Ella viste un top y pantaloncitos negros muy cortos con los bordes festoneados, que enseñan las piernas infinitas. Y aquellas botas cuissard hechas de luces.
Todos voltean a mirarla. A mirarle las piernas. Y se quedan así. Subyugados. Ella sonríe, cruza la terraza con pasos cadenciados, lánguidos. Alcanza un sofá de mimbre y se sienta.
Llegan los demás actores de la película, el director, unos amigos. Ella tuerce el pie derecho hacia el interior, el tacón casi paralelo al suelo. Un suspiro ligero. Se queda así tres, cuatro segundos. Luego se endereza. Ahora es el pie izquierdo el que se acuesta. Otro suspiro: “Esto es tan doloroso”.
Dentro de unos momentos una camioneta negra blindada con vidrios polarizados la llevará en la alfombra roja de la Muestra del Cine de Venecia. Tendrá que caminar, someterse a cada paso, sonreírles a los fotógrafos y brillar. Complacer.
Mientras tanto Charlotte descansa un poco los pies.
En Acapulco
Un año y medio antes de esta tarde veneciana la vi morir en una carretera en Acapulco. Había llegado después de un viaje de cinco horas en autobús desde Ciudad de México y un trayecto en taxi para cruzar la enorme área metropolitana de Acapulco.
Era 31 de enero de 2020. Nadie tenía idea de cómo habría cambiado el mundo dentro de poco más de un mes. En cambio, sabíamos que el sol de la costa de Guerrero estaba picoso en esa época del año. Por esto un asistente de producción sostenía una sombrilla grande bajo la cual Charlotte Gainsbourg estaba esperando las indicaciones de Michel Franco, el director de Sundown, la película que estaba grabando.
La película que está filmando en estos días se presentará dentro de más de un año y medio en concurso en la Mostra del Cinema di Venecia, en septiembre de 2021. El director, Michel Franco, este año ganará el León de plata con su película anterior, Nuevo Orden.
Un carril entero de la autopista había sido cerrado para permitir que la troupe trabajara en paz. Del otro lado de la carretera los curiosos bajaban la velocidad y se asomaban de las ventanillas abiertas para entender qué estaba pasando del otro lado, quizá un accidente, un encobijado, una película.
Una vez bajado del taxi bajo el sol en picada, había logrado llegar al set. Justo a tiempo para ver a Charlotte cubierta de sangre. Acababa de ser asesinada en una balacera.
—¿Puedo sentarme aquí?
Me levanto de golpe, reacción instintiva a la emoción inesperada. El tarro de cerveza se derrama sobre la mesa. Yo me sonrojo de vergüenza.
—Claro.
Estaba esperándola en el bar del Boca Chica, hotel que evoca la gloria de Acapulco de los años 50, en el cual se hospedaban las estrellas de Hollywood y donde está hospedada Charlotte Gainsbourg. Le había dicho que estaría ahí, en el caso que quisiera concederme una entrevista. No tenía grandes esperanzas de que llegara, dado que en la madrugada tenía que tomar un avión. Sin embargo, llega y tiene toda la intención de sentarse a cenar conmigo.
Mientras la esperaba y miraba a mi alrededor, pensaba en este lugar en los años de oro, en las vacaciones exclusivas en una playa mítica como la de Punta Diamante. Imaginaba a los divos del cine, los lentes de sol, las fiestas glamurosas.
Pocas horas antes de la entrevista, mientras estaba viajando en el autobús para llegar aquí, estaba leyendo un perfil de Alan Faena, escrito por una de mis periodistas favoritas, la argentina Leila Guerriero. Leila tiene la costumbre de ir a entrevistar a los personajes a sus casas, para captar aspectos íntimos que con dificultad ellos le contarían. Llegado a las últimas líneas la periodista describe una pared llena de fotos a un lado de la cocina de Alan Faena: está Che Guevara, Lady Di, Faena con un niño en los brazos: “Es el hijo de Charlotte Gainsbourg. Divino”. le dice Faena. Sin explicar nada.
Leí el perfil de Leila Guerriero justo mientras iba a entrevistar a la Gainsbourg. Siempre tomo en serio las coincidencias que me manda la suerte. Así le pregunto:
—¿Qué hace una foto de tu hijo Ben de niño en casa de Alan Faena?
Me mira con sorpresa.
—¿Conoces a Alan?
—No.
Charlotte no sabía nada de la foto, pero en lugar de investigar más, parece divertida con la situación. Prefiere ver hasta dónde voy a llegar y me cuenta una historia.
En 2002 ella e Yvan Attal —su marido-no-marido, como le gusta decirle— habían ido al Festival de Cine de Punta del Este, en Uruguay, a presentar su nueva película Ma femme est une actrice.
Junto a la pareja estaba también el pequeño Ben, que en ese entonces tenía cinco años, y la mejor amiga de Charlotte, la uruguaya trasplantada en París, Daniela Romano.
Al llegar a Uruguay, el hotel en el que estaban hospedados le pareció “realmente horrible” a la pareja, así que la amiga Daniela propuso ir a visitar a su primo Alan Faena, que tenía una casa en la playa en José Ignacio.
—Daniela dijo, Alan tiene una casa ahí y podemos escaparnos del festival e ir a visitarlo. Así nos escapamos del festival.
Alan Faena es un magnate argentino, hoy propietario de un imperio hecho de hoteles, galerías de arte, centros de bienestar de lujo en medio mundo. En 2002 recién había empezado su escalada en el mundo del real estate. Y tenía una casa espectacular en uno de los destinos turísticos más de moda de la costa uruguaya.
Además del hijito Ben los acompañaba también su niñera, Chloé, “muy amable, muy linda”.
—Mi hijo enloquecía por Alan. Enloquecía. Porque tenía un lado un poco guerrero, no recuerdo si hacía karate o judo, y mi hijo enloquecía por él. Adoramos aquellas vacaciones. Vivimos por primera vez un ritmo de vida a la argentina, cenábamos a la una de la mañana, desayunábamos a las cuatro. Fue fantástico. Voilá. Es un recuerdo muy bonito.
Ninguno de nosotros dos puede saberlo en esta noche en la terraza del Hotel Boca Chica asomada al Pacífico, pero aquella casa maravillosa en la playa de José Ignacio, donde la familia Gainsbourg / Attal transcurrió algunos días de vacaciones, en diciembre no será más que un montecito de escombros, completamente destruida por un incendio.
Me imagino que también la foto de Ben Attal de niño acabó entre las llamas.
– ¿Entonces?, ¿qué se te antoja comer después de haber sido asesinada?
—Estaba pensando comer lo que pediste tú. Pescado frito. Parece bueno, ¿no?
Se sienta a mi lado de manera que ambos podamos ver el mar verde jade a pocos metros de nuestra mesa. Está vestida casi como su personaje: unos pantalones de mezclilla y una camisa blanca. Nada más que ahora no está muerta. Se relaja porque ya acabó de filmar.
—¿Empezamos la entrevista?
—Sí.
—¿Cómo ha sido filmar esta película?
—Ha sido extraño porque filmamos en orden cronológico. Y esto ayuda muchísimo. Sobre todo cuando hay una dramaturgia tan fuerte. Era importante hacer antes la muerte de la madre, luego el regreso de Neil, y luego la discusión con Neil y el accidente y la balacera al final. Es fantástico haber podido hacerlo así, en orden cronológico.
—¿No es frecuente filmar de esta manera?
—No. Todos los directores aman filmar un poco en orden, facilita a todos, sobre todo a nosotros actores. Pero muy a menudo es necesario agrupar las locaciones y entonces no es posible. Muchas veces hay un actor que está disponible solo en cierto periodo. No es que nunca pase, pero sí es raro. En cualquier caso para mí ha sido muy importante. Y afortunadamente pasó así.
El tono de su voz es tan tenue que si quieres escuchar lo que dice tienes que prestarle toda tu atención.
—Yo pienso que Michel es instintivo y te da toda la libertad imaginable. Al mismo tiempo es muy riguroso en su forma de filmar. Se siente que hay una tensión porque no quiere filmar desde todos los lados y entonces se tiene la impresión de que es necesario que todo esté reunido y que todo quede bien hecho en un solo plano. Ese es su objetivo, que la toma sea un solo plano y que quede perfecta. Es muy duro para los actores, porque tú sabes que hay momentos justos y momentos menos justos, y que hay ritmos que no son perfectos. Y para reunir todo esto se necesita un pequeño golpe de magia, y tuve la impresión de que en algunas escenas hubo unos momentos mágicos, en los que se dieron las circunstancias correctas. La magia y el azar son elementos indispensables para una buena película. ¿Quizá será porque esto también pasa en la vida?
El pescado frito todavía no está listo, mientras tanto el mesero sirve el guacamole.
—Creo mucho en los encuentros casuales y en el hecho de que hay momentos en los cuales las cosas suceden.
La voz es tenue, es verdad. Pero el ritmo de sus palabras es envolvente, me hace sentir a gusto, en confianza, como si estuviera confesando secretos, como si ella me los estuviera confesando a mí.
—Mira, por ejemplo, ayer hicimos la escena en la que explota la ventanilla…
Sigo con la mirada el totopo de maíz con guacamole moviéndose en el aire entre el plato y la boca de Charlotte. Mientras habla mueve armoniosamente las manos y el guacamole no se cae.
—Repetimos la escena desde muchos encuadres. Y había una que me pareció bien. Pero el montador le dijo a Michel que para él lo había hecho bien en todas las tomas por separado, pero que la escena tenía que salir perfecta en un único plano. Entonces hoy volvimos a empezar, diciéndonos: todo tiene que ser perfecto para que salga en un solo plano. Tuve el tiempo, entre ayer en la noche y hoy, de entender que tenía que meterle más emociones al inicio de la escena. Porque ayer, al contrario, me había dicho a mí misma: tengo que quitar un poco de emociones, porque ella es fría, está acabada, algo se rompió en ella, no llora… y entonces lo hice de esa forma, y tenía la impresión que estaba bien.
Alice es el personaje que Charlotte interpreta en la película Sundown, una multimillonaria inglesa de vacaciones en Acapulco con su familia. Ella es una mujer acostumbrada al lujo, al bienestar, a una vida sin sorpresas, que repentinamente está obligada a enfrentarse con lo irracional.
—Y hoy en la mañana Michel me dijo que había más emociones antes, algo estaba mejor ayer. Entonces me dije, voy a llorar y voy a meterle más emociones. En realidad ha sido una buena alquimia. Todo funcionó.
A pesar de haber actuado en más de setenta películas, de haber grabado cinco discos; a pesar de la importancia y la notoriedad de la familia en la que ha nacido, del hecho de que su madre, la modelo y cantante Jane Birkin, haya sido “la musa de Hermés” y su padre, el mito Serge Gainsbourg, que ella misma sea la Gainsbourg o quizá a causa de todo ello, Charlotte está sinceramente deseosa de demostrar su valor y de gustar.
—Tengo una relación con los directores como de profesor-alumna en la que tengo ganas de complacerlo. Obviamente también tengo ganas de complacerme a mí misma y de hacer lo que yo he imaginado, pero siempre es el director el que manda y yo siempre aprendo algo.
Pienso de inmediato en su relación con Lars Von Trier, en los personajes perturbadores que Charlotte ha interpretado en Antichrist, Melancholia y Nymphomaniac. En cada película ha aprendido algo.
—Siento mucho placer en aprender, en mirar… sí, durante una película se pasa mucho tiempo en espera, hay muchos momentos en los cuales no haces nada, pero estás en un estado de concentración tal, que se aprende mucho. Yo aprendo mucho. Y esto no pasa con todos los directores. No. Hay veces en las que las cosas están más concertadas, algo que ya conozco… es bizarro, porque cada vez hay algo bueno que aprender, que diferencia a cada quien. Si lo piensas este es un oficio en el que tú das, debes dar en el momento correcto, y tienes que ser generoso con lo que vas a ofrecer. No es solo la inteligencia del papel o de entender bien al personaje. No sé si yo al final entiendo bien todo, en efecto.
No hay necesidad de nombrarlo, de preguntar por él. Después de un breve silencio, con una pausa perfecta, es ella quien vuelve a hablar y lo trae con nosotros.
—Yo pienso que el ritmo es lo que caracteriza el cine. Y mi gran referente es Lars Von Trier, porque lo adoro. De él he aprendido tantas cosas… he tenido experiencias muy diversas que me han enriquecido gracias a él. Es la única persona que me ha enseñado que tenía el derecho de tomarme el tiempo que yo necesitaba. Muy a menudo los actores no se dan el tiempo de sentir el texto, no sé, hay una especie de precipitación, tienen miedo de tomarse su tiempo. Y Lars Von Trier es el único que me dijo: no, no creo que esté bien lo que haces, no es justo. Espera. Y piensa en el momento correcto para decir lo que tienes que decir.
Es Lars Von Trier el que le abrió los ojos sobre la importancia de escuchar su propio ritmo, que le enseñó a seguir su propio tiempo.
—Lo que me ha dado confianza con el ritmo ha sido el hecho de que Lars me lo dijera, y no tiene nada que ver con Michel. Lars monta mucho mucho. Y luego agarra unos pedacitos. Lo que le importa es una verdad. Y la verdad solo la alcanzas si tienes el ritmo correcto, tú. Michel es otra cosa, hace que todo funcione con ese ritmo que tiene, y además que sea un plano que funcione por sí solo. Con Michel muchas responsabilidades recaen en los actores, y esto me da un poco de angustia, porque si te tomas diez segundos más cambia todo. Y luego dices, ¡mierda! Después ya no funciona un plano porque me tomé diez segundos de más. Es una responsabilidad que encuentro muy difícil asumir. Al contrario, es genial no tener la presión del tiempo, sentir que tienes a tu lado a alguien que es paciente. Y esto es Lars. Es paciente. Todo lo que le interesa es que el resultado sea verdadero.
—¿Qué entiendes por verdadero y verdad?
—Yo pienso que cuando eres actor debes perderte en la escena, con la mirada del actor, de las palabras que conoces desde antes pero que redescubres. Y que tú juegas con todos los elementos que tienes enfrente y alrededor de ti. Esto te permite estar sumergido en una verdad. Luego, siempre hay momentos en una escena en los que te sales de esta verdad. Te sales, a fuerza. Y te das cuenta de lo que acabas de decir. Y dices: mierda, no hice el gesto que quería hacer. Entonces te sales… tengo la impresión que estando en escena está lleno de momentos en los que es así… te sales, vuelves a entrar, te sales, vuelves a entrar… y si hay suficientes momentos verdaderos, entonces funciona.
—¿Cuando tienes que entrar y salir de muchos personajes, historias y sentimientos, al final no tienes ninguna duda sobre quién sea verdaderamente Charlotte?
—No, porque al final siempre actúo a mí misma. Mira, no sé hacer papeles de composición, aunque aquí, por ejemplo, soy una mujer inglesa ultra rica, que no tiene la misma historia que tengo yo, pero al final a mí no me importa un carajo. Soy yo la que actúa, con mis emociones, yo y mi relación con mi hermano que no tengo, pero… bueno, en realidad tengo un hermano, pero no es ese hermano. Pienso que somos como niños que juegan a que actúan. Y de hecho intentamos acercarnos lo más posible al juego de los niños. Cuando tienes actores niños son increíbles, tienen una exactitud perfecta, es todo verdadero… porque no saben nada… no saben que están actuando, están perdidos en su espacio. Y nosotros, los actores adultos, intentamos volver a entrar en ese juego inocente. De todas formas yo necesito decirme: mira, eres una actriz profesional, tienes que dar muestra de todo el talento que tienes. ¡Pero yo no quiero saber hacer nada! ¿Entiendes lo que quiero decir? Hay actores profesionales que han estudiado, que conocen su propia actuación, que saben cuál es el ritmo de la escena y que lo entendieron todo; justo yo soy el opuesto de todo eso. Yo no sé nada y descubro todo en el momento de hacer las cosas. No es una falsa humildad decir que yo no soy una actriz profesional, sino que yo realmente aprendo cada vez.
En un español incierto, pero intrépido, Charlotte le comunica al mesero que quisiera pedir otra copa de vino tinto, pero diferente al anterior. Uno cualquiera pero diferente.
Luego hacia mí:
—Es que el primero que me trajo no estaba muy bueno. Me parece que no tienen buenos vinos aquí.
—El sur de México no es famoso por sus vinos. Pero es un país mágico en el que pasan cosas extraordinarias. No por nada es el país predilecto de los surrealistas como André Breton o Luis Buñuel. Es el país perfecto para los supersticiosos.
— Yo soy supersticiosa, ¿sabes?
—No lo diría.
—Sí. Además tengo la impresión de que tomamos todos los elementos del azar que nos pueden ayudar, que nos pueden guiar, que nos pueden iluminar. Les damos un significado. Por ejemplo, durante esta filmación perdí a mi gato.
Charlotte perdió a su gato Milo. Hace un par de semanas estaba aquí, en esta misma terraza. Era una mesa más grande en la que estaban sentados Michel Franco, Tim Roth y Iazua Larios, protagonistas de Sundown junto con Charlotte, Yves Cape, director de fotografía y varios miembros de la producción de la película. Era un viernes en la noche y la pequeña Jo, la hija menor de Charlotte, enseñaba sus cualidades de animadora, contando chistes e historias divertidas, y entre una risa y la otra revelaba que el día siguiente en la madrugada tomarían un vuelo hacia Nueva York a buscar el gato perdido. Pasarían seis horas en Ciudad de México para llegar a Nueva York el sábado en la noche. El lunes Charlotte tendría que estar de vuelta al set en Acapulco.
Media Manhattan está tapizada de anuncios con una foto de Milo en primer plano que te mira con sus ojos amarillos y abajo el teléfono de Charlotte Gainsbourg e Yvan Attal.
Sus números de teléfono diseminados en cualquier lado por las calles de Nueva York.
—Perdí mi gato, desapareció en Nueva York y nunca lo encontré. Pero me dije, puedo usar este dolor y trabajarlo para mi personaje en la película, trabajo con este sentimiento para la historia. Es estúpido porque no quiero poner en el mismo nivel una madre o un hermano, pero es una situación que hizo que yo fuera más sensible, que fuera trastornada durante la filmación. Y utilizo todos los elementos que me llegan. A veces incluso siento placer en decirme: sí, hay un sentido, lo que pasó quiere decir algo. Luego evidentemente tengo que volver, porque la película se acabó.
Se ríe de sí misma y de lo que acaba de decir. Pero de inmediato se vuelve seria.
—Antes no estaba para nada abierta a este tipo de elementos externos. No creía… Tal vez estaba demasiado preocupada por mí misma y por mis preocupaciones. Hoy estoy un poquito más abierta a lo que me rodea.
—Si eres supersticiosa, es extraño que no estés abierta a este tipo de señales, porque cuando uno lo es ve señales por doquier.
—Sí. Pero yo me abrí recientemente a la videncia y a personas que me dicen cosas… Después de que muriera mi hermana –falleció hace seis años–, intento ver señales en todas partes. Pero de una forma un poco boba, como alguien que empieza a aprender o a intentar entender las cosas. Sí, tengo la impresión de que haya sido precisamente después de su muerte cuando empecé a buscar señales en todos lados.
Finalmente llega el pescado. La entrevista ha terminado.
—¿Estuvo bien la entrevista? ¿Crees que sea suficiente?
—Perfecta. Gracias.
Ahora la conversación se va centrando en los hijos. Y es Charlotte la que empieza a hacer preguntas. Sobre porqué me mudé a México, sobre mi hijo Emiliano, italo-mexicano bilingüe como los suyos.
El pescado frito efectivamente está muy bueno, la conversación se vuelve la de dos progenitores que cuentan anécdotas de los hijos, se emocionan por sus éxitos, se preocupan por sus problemas.
No me habla mucho de su hijo Ben, pero lo hará dentro de un año y medio en Venecia frente a otra copa de vino tinto.
—Ben es realmente talentoso. No lo digo porque soy su madre. Sé que las madres siempre hablan bien de sus hijos pero Ben es un actor de gran talento. Lo verás.
En la película Les choses humaines, fuera de concurso en la Mostra del Cinema, Ben es un joven vástago de una importante familia parisina acusado de violación. En la película, dirigida por su marido-no-marido Yvan Attal, Charlotte interpreta a la madre de Ben. Al final pronuncia un monólogo conmovedor en defensa de su hijo, que parece una declaración de intenciones en una época en la que los juicios sumarios de las redes sociales y la picota de los medios amenazan los principios de la libertad de expresión y de presunción de inocencia.
De vuelta en Venecia
La cena después del estreno de Sundown todavía no acaba, en el exclusivo espacio del Cip’s Club en la isla de la Giudecca, uno de los restaurantes del histórico Hotel Cipriani, pero Charlotte Gainsbourg decidió que es hora de irse. Se levanta para despedirse de Michel Franco y lanza una invitación a seguir la velada en un pétit comité, para seguir platicando. Sigue con aquellas botas cuissard, que resuenan rítmicamente en el empedrado de Venecia, como un instrumento musical, además de un instrumento de tortura del suelo y de sí misma.
—¿Cómo las soportas?
—De vez en cuando muevo los pies así. ¿Ves? Y los dejo descansar. De verdad duelen mucho.
Son un arnés de seducción, un regalo, una sumisión, parte de un papel, de un acuerdo que le exige la alfombra roja, que le exige su público.
En la proa está Iazua Larios que se hace un baño de luna en la brisa nocturna de la laguna, en la popa están Tim Roth y su esposa Nikki Butler abrazados. Charlotte está sentada en el interior del taxi lancha, pero quiere ver Venecia iluminada en el trayecto que nos separa del Lido. Aparece de repente afuera con la cabeza y el busto que se asoman del lado posterior en una acrobacia y lo que queda de ella, en el interior de este taxi de agua, son sus piernas envueltas por las botas de luciérnagas.
caov
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El día en que vi morir a Charlotte Gainsbourg